La flor by Mary Karr

autor:Mary Karr [Karr, Mary]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2000-01-01T00:00:00+00:00

La señorita Baird te ha encomendado que esboces varios gestos dramáticos con la mano. Tus rígidos brazos revolotean para indicar el vuelo de una golondrina; luego los bajas, con las palmas hacia fuera, en una pose que consideras mesiánica. Entonas las palabras «Somos los muertos» con un deje algodonoso, robado a Boris Karloff. (Años más tarde, las oirás repetidas en la pista de un aeropuerto: un hombre con un mono beis que indica las maniobras a un avión usando dos linternas hará que resuene en tu cabeza En los campos de Flandes crecen las amapolas).

Meredith se escabulle antes de que un chaval haga su histérica interpretación de «La carga de la brigada ligera», que incluye altas dosis de balanceos de cabeza, con el cuello movedizo de un ganso mientras recita: «Cañones a su derecha / Cañones a su izquierda». En la entrega de premios, recoges una cinta roja. La única cinta azul de tu instituto se la lleva (qué sorpresa) Meredith, que gana gracias a un relato de Shirley Jackson.

Durante el viaje de regreso, los alumnos entonan canciones que combinan palmoteos y zapatazos aborígenes con repeticiones infatigables. Aun así, Meredith, al fondo, conserva la serenidad, su cabeza rizada grandiosa y leonina inclinada sobre El idiota de Dostoievski, una rareza, puesto une los libros de amores rusos suelen suscitar vigorosos interrogatorios sobre comunismo por parte de los docentes. Te envalentonas al verla leer una obra escrita por un extranjero.

¿Está libre este asiento?, preguntas, agarrándote al respaldo curvo de metal para que no te tire el traqueteo.

Sí, responde ella. Vislumbras algo similar a una sonrisa, pero, por algún motivo, te parece muy lejana, como si flotase dentro de un lago espejeante.

Su silencio es extraordinario. Al cabo de unos minutos comprendes que seguirá actuando como una esfinge a menos que vuelvas a dirigirle la palabra. Armas una apertura más provocativa. Me han dicho que eres un genio, dices por fin.

Esperas que Meredith lo niegue con un recatado meneo de su rizada cabeza, una negación que tú juzgarías por su falsedad. Pero, en vez de eso, hace un gesto de asentimiento de lo más erudito. Es cierto, responde al fin.

Semejante certeza te desequilibra. A fin de cuentas, es la nueva, una chica regordeta que viste raro. Debería sentirse en deuda con cualquier lugareño que se digne dirigirle la palabra. Pero, en vez de una gratitud solícita, te has topado con lo que más tarde llamarás su pose de emperatriz china.

Yo también soy muy lista, comentas. (La audacia de este comentario te obliga a encogerte de hombros, como desembarazándote del gran manto de inteligencia que estás obligada a cargar). Ya lo habrás escuchado por ahí.

No, responde ella. La verdad es que no.

Ah vale, dices Deberíamos hacernos amigas. Los demás son idiotas.

Ella asiente de nuevo, y dice Eso también es cierto.

Le preguntas por su religión, y cuando contesta que es bautista, dices que es demasiado inteligente para ser baptista Debería ser budista, como tu madre y tú Ella suelta una risita, y responde. Me lo pensaré.

El

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